lunes, 4 de agosto de 2008

QUE EL GESTO DE MIS MANOS NO ALCANCE / Arístides Vega Chapú

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Publicado originalmente en La primera palabra, el lunes 4 de agosto de 2008.
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Arístides Vega es un isleño vocacional, y digo isleño y no cubano porque para él, Isla y Cuba son sinónimos. Un espacio limitado por agua, aguas que le compulsan a pararse en el centro. Náufrago, es La primera palabra, y no se me ocurre otra, aunque no sea exacta. No ha navegado o zozobrado en barco u objeto flotante alguno. Nació ya en una isla en medio del mar y ha tenido que propiciarse todo medio de subsistencia (poética).
Corrían los primeros años de la década del ochenta, aún se sentía la sombra negra del Mariel, con su vergonzosa ola de represión, y nuestra generación empezaba a mirar la vida del país con inquietud. Las librerías nos devolvían la sensación de que había que “buscar atrás” o mirar allende el mar. Traducciones del “Anábasis” de Saint-John Perse (de Heberto Padilla) o la traducción (amanerada versión) de Lezama de “Lluvias”, una pequeña edición (con el cuadro “Tierra” de Fayad en la cubierta) de la “Tierra Baldia” de T.S. Eliot, Rilke, Mallarmé, Paul Valéry (en la excelente traducción de Mariano Brull) fueron descubrimientos sucesivos que ayudaron a paliar la coral y laudatoria (a la Revolución) oferta de las librerías. El “salto atrás”, no sólo nos hizo releer, como quien busca una luz al final del túnel, todo el diecinueve cubano. La república, con el emblemático Poveda o el íntimo Ballagas; nos llevó derecho a “Orígenes”, como una balsa flotando en el mismo mar desde los tempranos treinta y aún dando bandazos.
Por esa época conocí a Arístides Vega Chapú. Recién regresaba de La Habana (a Santa Clara) después de un intento fallido (por suerte) de estudiar derecho. Comenzábamos a vernos a menudo un grupo en el que se recuerdan además los poetas Pedro LLanes, Frank Abel Dopico, Joaquín Cabezas de León, y el narrador Evelio Capote (ya fallecido), entre otros. En el departamento de sus padres (en los altos de las oficinas del PCC provincial), sitio de encuentro, escuchábamos música, que no hubiese oído nunca de otro modo, y nos reuníamos para ir a alguna actividad cultural o simplemente para leer o conversar. Su manera de escribir (y de vivir) fue cimentando una amistad que los años y mi admiración sólo han fortalecido.
He recibido, recién, una antología de su poesía que he leído de una manera muy peculiar. Los primeros textos (de los primeros libros) me sonaban tan cercanos que recordaba largos pasajes como si los hubiese escrito. Algunos poemas revivieron los momentos en que fueron escritos o en que los escuché por primera vez, y confirmé la vieja certeza de que Arístides reúne en su obra todos los sueños (muchos truncados) y todas las frustraciones de una generación. La generación (como quieran llamarla) que abrió los ojos con la bofetada del Mariel, dinamitó el monolítico discurso “setentero” y recapituló los anales de la literatura cubana, reclamando un espacio para la individualidad. Ese espacio estaba ya implícito en cada verso.
Después de muchos años, leyendo de un modo fragmentario su obra, poder apreciar reunida una muestra amplia y representativa de cuanto ha escrito, permite constatar como el discurso, lejos de hacerse mas discreto o decantar excesos e improntas de juventud, se mantiene vivaz y minado de desvaríos emocionales, personales referencias y voluntariosos giros que contradicen su actitud reflexiva y ecuánime.
Se habló muchas veces en el pasado, de una vocación en que el tema familiar genera el contexto básico en que se estructura su sensibilidad poética. Hoy tiendo a pensar que el poeta construye nexos para atar (poéticamente) sus temas, sus preocupaciones, sus especulaciones, muchas veces con visos de obsesión existencial, a una referencia cercana, conocida, “familiar” en la otra acepción. La intención de hacerse entender sin dar detalles, sin explicar por qué, no es más que la proyección de su necesidad de entender y su voluntad de ver desde dentro.
Arístides sigue siendo un sobreviviente, enraizado cada vez más en el centro de su isla. Allí ha construido una cabaña con los restos de cada naufragio. No mira hacia el mar, hacia el horizonte, porque no espera nada de las aguas que le rodean como una maldición. Todo lo necesario, lo esencial, esta bajo el árbol más cercano, en la humedad de la sombra y el sabor del fruto.