martes, 15 de julio de 2008

VIENDO ACABADO TANTO REINO FUERTE / Roberto Méndez

Publicado originalmente en La primera palabra, el martes 15 de julio de 2008.
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Uno se doblega ante las palabras cuando estas encarnan lo que uno piensa. Uno siente, constata, que no ha podido convocarlas. Esa complicidad con el artífice que “te ha robado", que las estaba usando justo cuando tú las requerías, con el tiempo puede convertirse en devoción. Es esta la primera palabra que se me ocurre. Siguiendo con esta serie de notas (que son ya una saga de la poesía de los ochenta), voy a comentarles un libro que, aunque no ha sido una sorpresa, es una confirmación. “Viendo acabado tanto reino fuerte” ha llegado azarosamente a mis manos, y es un libro que en unas semanas no he dejado de releer, incluso de la forma que uno reserva para los clásicos.
Después de leerlo avisado, acucioso, para decodificar sus innúmeros acrósticos; después de leerlo degustando página a página el fluir eurítmico de un aliento familiar y amigable, cercano, ha permanecido durante muchos días al alcance de la mano, ansiosa de ocio, para en el más breve tiempo, en el más sutil intervalo vacío de imperativos vulgares, abrirlo en la página que el azar nombre, y volver a sentir esa sensación de órgano en la tarde o de alimento exótico. Pocos, incluso en nuestra generación, apreciamos en los inicios, el poder fundacional de la poesía de Roberto Méndez. El respeto era un denominador común a todos, pero sólo el tiempo y los valores sostenidos de una poética singular convirtieron esa consideración en necesidad y gusto por su poesía.
Desde sus primeros textos, (de “Carta de relación” o “Manera de estar solo”, que leímos detenidamente por esos años) el poeta tiene ya un camino, custodiado de catedrales góticas, basílicas con frescos bizantinos, o transitado por monjes, poetas latinos o griegos, filósofos y bailarinas orientales; toda una figuración, selva simbólica o referencial, que usualmente confundía al lector, incluso entrenado. El sello de “libresco” u “oscuro”, tenia muchos sitios de los cuales colgarse: una gárgola acá, o una almena, arbotante o asta de siervo, bastaban al efecto. Así es de fácil hacer etiquetas, como difícil es borrarlas. El poeta siempre estuvo consciente, muchas veces lo dijo con una sonrisa cómplice.
Su obra ensayística ha sido una forma creativa, edificante, de ser dadivoso, de ejercer con bondad una venganza poética. Pero la poesía no se ha recluido a rumiar su savia en un discurso de autocomplacencia. Nunca con más lucidez y de un modo más corrosivo, ha cuestionado un poeta la aridez medieval del canon hegemónico impuesto por la cultura oficial. Ya en sus primeros libros se levantaba un mástil en que se izaron, una tras otra, las banderas del humanismo, del cuestionamiento ético y filosófico, de la resistencia inteligente del conocimiento ante el fanatismo ideológico o la polarización política. Una poesía que construye baluartes, fortifica, desde la sustancial idealización del modelo negado: el hombre uno, ante el dilema de la existencia.
Este libro puede leerse como un inventario de lo que logró salvarse de las llamas en la gran biblioteca de Alejandría. Puede leerse como un manual para reconstruir, rearmar la cúpula quebrada, los fragmentos dispersos de la utopía. Puede leerse como un misal de reconciliación con los símbolos hipertrofiados o sobreevaluados de nuestras malogradas convicciones de ha tiempo. Puede leerse como ejemplo de que se puede cenar pan blanco, beber agua fresca, madurando la pasión sin reverenciar el sacrificio. Este libro puede leerse, debe leerse de cualquier modo. Nunca más oportuna lectura, quizás por eso demorada, (se publico en el año 2001) esta que nombra todos nuestros objetos de adoración y de repudio, con idéntica “claridad", con igual pasión, con igual devoción.

martes, 1 de julio de 2008

MUERTE DE NARCISO / José Lezama Lima

Publicado originalmente en La primera palabra, el martes 1 de julio de 2008.
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Releo, después de muchos años, su primer libro y siento que no es solamente un asombroso caso de madurez. Es un acto de convicción manifiesta. La Primera Palabra que puede definir este acto de lucidez es “elección” ya que Lezama sostiene siempre, defiende, la observancia de la opción depuesta. Asoleándose ya en los balcones de su espejeante sensibilidad tropical, José Lezama Lima entra por la puerta facetada de la poesía cubana con un poema que, como una cometa china, sostienen dos cuerdas: una de seda negra, en la que hace equilibrios la muerte y otra, multicolor, donde se confunden la ansiedad y la sorpresa que anteceden el goce, y el despliegue en que galopan los sentidos liberados del ejercicio de la razón. En Muerte de Narciso el dardo, portador del pasaporte dorado a la ascensión, ha partido, incluso antes de que se constate la inminencia de la muerte. El tiempo, la fracción de tiempo, puede ser descrita, y en tanto degustada. Para Lezama, el inicio y el fin no son más que las cotas de un recorrido, una fracción de tiempo, como la tajada de una fruta, en que el hombre se complace. Se agota en sí, se entrega en la mano ahuecada, apagando la sed del labio que puede nombrarle:
….
Mano era sin sangre la seda que borraba
la perfección que muere de rodillas
y en su celo se esconde y se divierte.
Siempre bordeando los frisos de la euforia, logra extender la vista y ver en derredor los signos de la inminencia, la línea donde algo termina. Dejarse troquelar por las exigencias de la vigilia, del estar atento al instante en que se producirá el hecho, sujeto de iconografía o versificación, no nombrará las sutilezas de lo que, una vez consumido por la fugacidad en que transcurre, se reproducirá innumerables veces de un modo igualmente degustable.

En chillido sin fin se abría la floresta
al airado redoble en flecha y muerte.
Ha captado, desde su calendario de siestas y retretas, que la gravedad se asienta sobre la clave lenta que marca, repetida, multiplicada, el tiempo. El tiempo lento que da margen a la eclosión del discurso, en que pueden desplegarse la saliva, los fluidos todos, para ahogar la innúmeras sensaciones.

Granizados toronjiles y ríos de velamen congelados,
aguardan la señal de una mustia hoja de oro,
alzada en espiral, sobre el otoño de aguas tan hirvientes.

Dánae teje las floraciones, los olores, los sabores. Diluye en esa corriente de aguas que no devolverán su imagen, que no pueden reproducir la ascensión anunciada de Narciso, la pulpa jugosa de los frutos del goce. Es el poeta, que aún en su juventud, no desatiende las formalidades que le impone su predisposición a juzgar las magnitudes sobrehumanas, las dimensiones que le exceden, sin encerrarse en el soliloquio castrante de la fe.

El río en la suma de sus ojos anunciaba
lo que pesa la luna en sus espaldas
y el aliento que en halo convertía.
Lezama no duda, y no dudará en lo que resta del poema, (y de su obra, y de su vida,) dejándose arrastrar por una corriente en que naufragan el dogma, el sentido de lo perdurable o inamovible, de lo eterno. El poeta, atento a los reclamos que han de hacerle, atento al pez de ojo vítreo, a su mirada profunda de mármol, levita y escribe.

Pluma morada, no mojada, pez mirándome, sepulcro.
Lenta se forma ola en la marmórea cavidad que mira
por espaldas que nunca me preguntan, en veneno
que nunca se pervierte y en su escudo ni potros ni faisanes.

Y escribe, que es oficio eterno, muchos inicios cada vez, y muchos abismos que parecen el fin. Esa será la elección: morder el fruto, palpar la carne, escuchar el susurro de toda ave o el silencio. Tirar de la cuerda que puede liberarnos de la negación que reproduce el espejo.

Húmedos labios no en la concha que busca recto hilo,
esclavos del perfil y del velamen secos el aire muerden
al tornasol que cambia su sonido en rubio tornasol de cal salada,
busca en lo rubio espejo de la muerte, concha del sonido.
El poema es una afirmación más que una tesis. El poeta se reconoce dispuesto a ofrecer el flanco, a pagar el diezmo por su acto de afirmación y su osadía.

Chorro de abejas increadas muerden la estela, pídenle el costado.

Lo ha escrito y es el comienzo. Un inicio que se reduce a desafiar el fin y a loar la finalidad. Recomenzará siempre, como una canción en que se hace honores a lo previsible y sin embargo se obtiene el ennoblecimiento en la sorpresa. El azar en que concurren las saetas de los sentidos, recompensará su vocación hedonista y apartará de su paso asmático las claves que tornan la palabra en hielo.
Su obra posterior lo confirmará.