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Por Manuel Sosa.
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I
Rodeado de todo lo que se diluye, la carga de una generación, la estancia fugaz que identifica al rapsoda moderno, Heriberto Hernández ha sabido prevalecer. Y no ha sido la astucia de quien se compara con las sutilezas y avanza sobre ellas. Es su manera de concebir la poesía, una línea intachable que suma elementos del territorio siempre cambiante: línea que además traspasa los accidentes y se aleja hacia lo invisible, sin ser importunada. Para explicarlo mejor están sus libros y lo que algunos antólogos han creído recoger: una vocación lírica ya cumplida en su primer esbozo. Con La patria del espejo, cuaderno de la intemporalidad, captó el registro esencial del cambio poético que se venía ensayando en la isla desde finales de los setenta. Gracia adquirida por obra de la imagen, sus claves no denotaban encausamiento o aplicación de un credo en ciernes, pues el poeta ya ejercitaba sus dones con serenidad de artífice. Pacto antiguo desde las palabras, reverencia acompasada que sabía recogerse o extenderse más allá de la atmósfera en cada pieza, así su dominio se advertía en medio de aquel concierto plural. La voz de Heriberto Hernández era reconocible desde entonces, tersa y profunda.
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II
Dibujar sus coordenadas, hallarle en ese índice siempre moldeable que la Antología prefiere aquietar, es usar otro tipo de decantación. Pero habrá que describir su extraña pertenencia al entrecruzamiento de círculos, allí donde termina el deleite holístico y comienza el asimiento de lo privativo, nociones del Ideal grabadas como espécimen. Aplíquese esta oposición a la lírica cubana y se podrán obtener los dos énfasis que nunca consiguen atemperarse. Unos se dejan llevar por espejismos de prosodia, otros por gradientes de emotividad. Donde Heriberto Hernández siembra visión propia, la esencia de su norma se extiende en fluidez: llevar consigo la cautela de los maestros, dudar de las expresiones copiosas que hechizan al discipulado, no olvidar que ofrecerse como heraldo no implica ceder voz, saber cuándo sofrenar lo basto que pugna por ser terneza. Habiendo escogido su terreno, reducto del mejor vertimiento, prosigue imperturbable: la búsqueda se amplía, se hace omnisciente.
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III
El secreto de las formas, otra condición del ritual que termina en confidencia, siendo poema y desvestimiento: así la espada conoce las virtudes de su filo. ¿Pudiera el cincel convertirse en guía, robando el ardor de la mano? ¿Ha de prefigurar el molde lo que sabrá contener? Es cierto, el versículo imprime una solemnidad que no siempre se procura, pero amplía la perspectiva de quien rebasa el latir del renglón y de quien agiliza las pausas. El poeta se adueña entonces de otra manera de respirar, nos va conduciendo alígero hacia su fin, por medio de una verticalidad que no sospechamos por más que participemos. Entiende que ese discurrir determina la efectividad de su mensaje, y ello explica la insistencia de un libro a otro, haciéndose más determinante en Discurso en la montaña de los muertos, donde se constata el acecho de una gelidez a la que toca describir con toda la entereza posible. En Los frutos del vacío reanuda su fascinación por el soneto, lujosos alejandrinos que le complementan el ordenamiento ideal de su certidumbre. Lo que las formas quisieran restringir el poeta libera y restituye. La espada puede tajar o pender, y también ser argumento de poesía.
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IV
Leer y releer a Heriberto Hernández es descubrir un sistema de compensaciones, que se inicia con deudas aparentes y rupturas encubiertas. Es difícil evitar la tentación de buscar desprendimientos, siguiendo el compás del velo inicial: símbolos y símbolos del verse reflejado, del cruzar un abismo, del mirarse a contraluz. Pero esa actitud desaparece al percibirse la unicidad del discurso, confianza en el verbo que exuda mansedumbre, confianza en la atinada recreación de un estado que se anhela verificar a toda costa. A las pobres ediciones de sus libros, todo un símbolo de la quimera insular, siguieron el exilio y su parte correspondiente de silencio. Justo cuando se echaba de menos la proverbial astucia, pudo reintegrarse al ruedo más exigente con Las sucesivas puertas, el frágil aire eterno, escrito desde la taimada sustantividad, la que le hace (aún) replegarse a veces y seguir llenando pliegos. Un cuaderno breve y vindicatorio, robado al celador insomne. Una manera inusual de regresar al laberinto de espejos, donde comenzó todo. Y es que el hombre, luego de romper cada una de sus refracciones, siguió bordeando las apariencias, buscando redimirse en otros destellos. Ha de ser un arte difícil el de componer los fragmentos y reanimar el quebrado fulgor.
V
Los mapas de poesía cubana, por mostrarle, nunca han sabido representarle. Y no está de más el intentarlo con un trazado sucinto: recreador de atmósferas, solvencia verbal que supera lo meramente expresivo, examen incansable de las simbologías, dispensador de lenitivos, mesura y veracidad, melancolía altiva (la única que resulta tolerable), grácil tratamiento de los conceptos, dominio del ritmo natural. Lectura que es hilo conductor hacia el origen. Certeza de que la palabra nos aparta al fin, para hacernos indagar por el rostro que falta en los espejos, el nuestro.
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MANUEL SOSA: (Meneses, Cuba, 1967) Poeta. Licenciado en Lengua y Literatura Inglesa. Ha publicado los libros "Utopías del Reino" (Premio David 1991, Premio Nacional de la Crítica 1993), "Saga del tiempo inasible" (Premio Pinos Nuevos 1995), "Canon" (2000) y "Todo eco fue voz” (antología, 2007). Reside en Atlanta, Georgia.
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Nota: Estas valoración crítica fue escrita para el blog La finca de Sosa, y publicada originalmente el 13 de abril del 2008. El diseño de la portada se ha realizado a partir de una obra original del artista cubano Ramón Alejandro, al igual que los grabados que ilustran los interiores del libro.
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