De cualquier manera, el que sale o entra a un pueblo, o a cualquier otro sitio, que pudiera ser también un libro, piensa en alguien. Yo he entrado y salido varias veces en este libro con ventanas, como una casa o un pueblo, y no me he sentido cansado. He reposado. He sentido esa placidez que propician los rincones más húmedos de las casas en que se ha vivido la niñez (aún en el recuerdo) o los sitios especialmente conocidos de un pueblo al que volvemos después de muchos años. Es literal. Yo he vuelto a la poesía de Juan Carlos Valls después de casi dos décadas y la encuentro verde y fresca como la hierba, no en un búcaro metafórico, sino falseando a nuestro favor la aridez de este potrero baldío que es el exilio.Todos nos asombramos de cómo hemos podido llegar “a ser este amasijo de temblores”, pero nos ha alcanzado firmeza y pulso para escribir, para llenar este vacío de palabras, que nos permitan abrir cada día las ventanas, domestica o librescas, amargas o incuso inexistentes. El poeta reivindica ese derecho y su capacidad para hacerlo. Este libro es el testimonio de eso. Recuerdo mis primeras lecturas de su poesía, en un tiempo en que la mesa poética rebozaba, a diferencia de la mesa real, de manjares deliciosos. Mi degustación agradecida.Hoy, que tratamos en vano de aligerar la mesa real, este libro viene a poner manjares ha tiempo olvidados en la, usualmente magra, mesa poética, que nos obliga a tocar con frecuencia la puerta de los maestros. Elliot, Perce, Milosz, Rilke; se han librado por unos días de mis molestas e inoportunas visitas, pues he estado acá, asintiendo a veces, negando otras por puro disentir, y complacido siempre al final de cada texto, como quien ha cobrado una pieza, conejo a faisán, en un bosque que pareciera depredado. ¿Dónde ha estado el poeta en estos días? Seguro molestando a Rilke o a Cavafis, que eso es lo único que sabemos hacer, cuando no estamos apaleando nuestra memoria o nuestros precarios dones.
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